Pentecostés en la Himnografía de Román “el Melódico”

Hoy el Paráclito desciende para habitar entre nosotros

Pentecostés, cincuenta días tras la Pascua, es una de las fiestas más antiguas del calendario cristiano: ya Tertuliano y Orígenes hablan de ella en la primera mitad del siglo III. Román “el Melódico” tiene un kontákion de 18 estrofas, que siguen al de la Ascensión. Al principio el poema pone en paralelo la confusión de las lenguas y de los pueblos en Babel con la unidad y el unísono tras el don del Espíritu Santo: “Cuando descendió para confundir las lenguas, el Altísimo dividió a las gentes; cuando distribuyó las lenguas de fuego, convocó a todos a la unidad. Y nosotros glorificamos a una sola voz al santísimo Espíritu”.

Las dos primeras estrofas son una cordial plegaria a Cristo, que consuela y asiste a la comunidad de fieles, como ha prometido tras su ascensión: “No me separo de vosotros. Yo estoy con vosotros y ninguno estará contra vosotros”. Y es una plegaria a aquél que está siempre presente en la vida de los discípulos: “No te alejes de nuestras almas. Acércate a nosotros, ¡acércate Tú que estás en todas partes!”. Una vez que asciende al cielo, el Señor permanece para siempre en las almas de los apóstoles y de los bautizados: “Tú continúas abrazando el mundo de aquí abajo. Ningún lugar está privado de tí, oh Infinito, ya que eres Tú el que sostienes el universo llenando cada cosa”. Tal como se canta en las Vísperas de todo el año, invocando al Espíritu Santo: “Rey celeste, Paráclito, Espíritu de la verdad, Tú que estás en todo lugar y todo lo llenas, tesoro de los bienes y dador de vida, ven y habita en nosotros, purifícanos de toda mancha y salva, oh bueno, nuestras almas”.

El Kontákion, más adelante, destaca la figura de Pedro: “Entre los discípulos, Cefas, como primero en el rango, les habló a ellos; allí hizo elevar una plegaria, y junto a él se reunieron, como corderitos en torno al pastor”. Román ve la plegaria de los apóstoles casi como un documento firmado y sellado que sube hasta Cristo Señor que, acogiéndola, manda sobre los discípulos el Espíritu Santo.

El lugar donde se encuentran reunidos los discípulos, agitado por el viento tempestuoso, es comparado con una barca en la tempestad, evocando el episodio de la tempestad calmada (Mt 8, 23-27): “He aquí que se levantó de improviso como de viento fuerte desde el cielo, llenó toda la estancia de fuego. Los elegidos, viendo la estancia agitada como una barca, exclamaron: Señor, haz cesar la tempestad y manda al santísimo Espíritu”.

Además, Román subraya cómo las lenguas del fuego enviadas desde el cielo no queman a los discípulos, sino que iluminan su mente: “Lenguas de fuego les rodean y fueron a posarse sobre las cabezas de los elegidos, sin quemar los cabellos sino iluminando las mentes: las había mandado para lavar y purificar el santísimo Espíritu”. Y estando Pedro en medio de los discípulos toma la palabra para explicar el prodigio: “Hermanos, ¡respetamos esto que vemos sin poner objeción alguna! Ninguno diga: qué es esto que vemos, lo que estamos contemplando supera la inteligencia y sobrepasa la comprensión”.

La extraordinaria estrofa conclusiva es un canto al anuncio de la buena nueva: “Celebremos, hermanos, las lenguas de los discípulos porque no con un discurso elegante sino con el poder divino nos han capturado a todos nosotros. Han tomado su cruz como caña, han usado las palabras como hilo de sedal y han capturado al mundo. Han tenido al Verbo como amo, la carne del Señor del universo se ha convertido en comida, que no conduce a la muerte, sino que trae a la vida a aquellos que tributan veneración y gloria al santísimo Espíritu”.

(Publicado por Manuel Nin en l’Osservatore Romano el 12 de Junio de 2011; traducción del original italiano: Salvador Aguilera López)