La "Anunciación de la Santísima Madre de Dios" en la Himnografía y en la Iconografía Bizantina

"Aquél que no tiene carne, toma carne de María"

La fiesta de la Anunciación de la Santísima Madre de Dios y siempre Virgen María, tiene su fundamento bíblico en los Evangelios, especialmente en el de Lucas, y es la única fiesta que encontramos a lo largo de la Cuaresma en la tradición bizantina. Se trata de un antigua fiesta cristiana, introducida en ámbito constantinopolitano en torno al 530.

El icono de la fiesta es muy simple y podría decirse que va a lo esencial; están los dos personajes de la narración evangélica: el arcángel Gabriel en gesto anunciador, portando en las manos un cetro real, y la Virgen María en gesto acogedor de la palabra del arcángel, del Verbo de Dios, con una mano alzada, o con las dos, en actitud orante. Desde lo alto del icono hasta el centro un rayo, que se triplica con una paloma en el centro descendiendo sobre María, indica la fuerza de Dios que la cubre con su sombra.

La iconografía del 25 de marzo es cantada por la misma iconografía litúrgica de la fiesta. Todos los troparios son casi un diálogo entre el arcángel Gabriel y María. Sobretodo en los tres primeros troparios del oficio de vísperas encontramos como lectura litúrgica la iconografía de la fiesta.

En el primero de los troparios el arcángel saluda a la Virgen con siete “gózate” que introducen toda una serie de temas cristológicos tomados de imágenes del Antiguo Testamento: “Para revelarte el eterno consejo, se presentó Gabriel, oh Virgen, saludándote y hablándote así: Gózate, tierra no sembrada; gózate, zarza incombustible; gózate, abismo inescrutable; gózate, puente que permites pasar a los cielos y escala elevada contemplada por Jacob; gózate, divina urna del maná; gózate, liberación de la maldición; gózate, retorno de Adán del exilio”. Toda una serie de imágenes que encontramos más desarrolladas aún en el himno Akáthistos, relacionado también con la fiesta de la Anunciación.

La presencia de Gabriel al dirigirse cuando habla a María, es contrastada por el segundo de los troparios donde se desarrolla la respuesta de María; manifiesta el estupor ante las palabras de aquél, el arcángel, que se le aparece bajo una forma casi humana. María misma se aplica a sí misma las imágenes tomadas de los salmos y que son aplicadas al misterio de la Encarnación del Verbo de Dios: “Te apareces ante mí como un hombre, dijo la Virgen incorrupta al príncipe del ejercito celeste: ¿cómo es que pronuncias palabras que sobrepasan al hombre? Me has dicho, de hecho, que Dios estará conmigo y pondrá su morada en mi seno: entonces, dime, ¿cómo podré convertirme en amplio espacio y lugar de santidad para aquél que cabalga sobre los querubines? No trates de engañarme: no he conocido placer, no conozco a varón, entonces, ¿cómo pariré a un hijo?”. La respuesta de María se convierte en profesión de fe de la Iglesia misma en la Encarnación del Verbo de Dios.

El tercer tropario de Vísperas retoma la respuesta del arcángel y el consentimiento de la Madre de Dios: “Cuando Dios quiere, el orden de la naturaleza es superado, respondió el incorpóreo, y tiene lugar lo que sobrepasa al hombre. Cree mis veraces palabras, oh santísima y más que inmaculada. Y ella exclamó: Hágase en mí, por tanto, según tu palabra, y pariré a aquél que no tiene carne, que de mí tomará la carne para devolver al hombre, gracias a esta unión, a la dignidad antigua: él es el único poderoso”. Notamos la bellísima expresión cristológica puesta en los labios de María: “Aquél que no tiene carne…de mí toma la carne”.

El último de los troparios de la primera parte de las Vísperas coloca en boca del arcángel la meditación de la Encarnación del Verbo de Dios a partir de imágenes casi opuestas las unas a las otras, tomadas todas de textos veterotestamentarios: “Fue mandato del cielo el arcángel Gabriel para anunciar a la Virgen la concepción. Cuando llegó a Nazaret, reflexionaba él mismo sobre el prodigio y estaba desconcertado: Entonces, ¡el inalcanzable, el que está en lo más alto de los cielos, nace de una Virgen! ¡Aquél que tiene el cielo por trono y la tierra como escabel se encierra en el seno de una mujer! Aquél al cual los serafines de seis alas y los querubines de múltiples ojos no pueden contemplar, se complace en encarnarse en Ella en virtud de la sola palabra. Aquél que está presente es el Verbo de Dios. ¿Qué espero entonces, por qué no le hablo ya a la joven doncella? Gózate, llena de gracia, el Señor está contigo; gózate, Virgen pura; gózate esposa que no has conocido desposorios; gózate, Madre de la vida”.

Además de los troparios del oficio de Vísperas, encontramos aún el último de estos, en la obra de san Andrés de Creta (siglos VII-VIII), que se convierte en una larga contemplación del icono de la fiesta, enlazándolo con toda la economía de Dios en su amor hacia el hombre, desde Adán hasta el Verbo encarnado.

En primer lugar, encontramos el tema de la liberación de Adán y Eva que, a su vez, es un preanuncio de la victoria pascual de Cristo mismo: “Adán es renovado; Eva es liberada de la tristeza anterior”. A continuación encontramos el tema de la divinización del hombre: “la morada de nuestra misma sustancia, deificada por aquello que ha concebido, se convierte en templo de Dios. ¡Oh misterio! Desconocido el modo del divino anonadamiento, inefable el modo de la concepción”.

También nos encontramos la profesión de fe trinitaria; la Encarnación del Verbo implica a toda la Trinidad, presente en el icono por medio del triple rayo que desciende de lo alto: “La realidades de la tierra se unen a las del cielo… Un ángel es ministro del prodigio; un seno virginal acoge al Hijo; el Espíritu Santo es enviado; el Padre desde lo alto expresa su beneplácito, y se opera este encuentro por su común voluntad”.

La naturaleza humana, asumida por el Verbo en la Encarnación, es elevada y salvada: “En Él y por Él salvados, a una sola voz con Gabriel, aclamemos a la Virgen: Gózate, oh llena de gracia por la cual nos viene la salvación, Cristo Dios nuestro que, asumiendo nuestra naturaleza, consigo la ha elevado”.

(Publicado por Manuel Nin en l’Osservatore Romano el 25 de Marzo de 2012; traducción del original italiano: Salvador Aguilera López)