El «Don del Espíritu Santo» en la Tradición iconográfica y litúrgica Bizantina


Gracias a él es iluminado el mundo entero

Con frecuencia en las liturgias orientales los textos se convierten en un comentario sobre los ciclos iconográficos de las iglesias o viceversa, los iconos son la expresión visual de ellos. En los años setenta el iconógrafo padre Michel Berger, entonces oficial de la Sagrada Congregación para las Iglesias Orientales, pintó el ábside de la capilla de San Benito en el Pontificio Colegio Griego de Roma, a petición del rector, el Padre Olivier Raquez, inspiràandose en los frescos de la iglesia greca de San Esteban de Soleto en Otranto, que data de finales del siglo XIV. En la parte superior está representada, de manera antropomórfica, la Santísima Trinidad en la missio del Espíritu Santo, representación que retoma la pneumatología de los Padres Capadocios, especialmente de San Basilio. A los lados aparecen dos ángeles que, mientras inciensan, portan una vela en cada mano y, abajo, la Madre de Dios que ora con los apóstoles en el día de Pentecostés.

En el Matutino del oficio bizantino de la Fiesta, dos textos parecen comentar el icono: «Oh Espíritu Santo, que procedes del Padre y por medio del Hijo te has hecho presente en los iletrados discípulos, salva a cuantos te reconocen como Dios y santifica a todos», dice el primero. El segundo expresa la alabanza: «Luz es el Padre, luz el Verbo, luz el Santo Espíritu, que fue enviado sobre los apóstoles en lenguas de fuego: gracias a él está iluminado el mundo entero para rendir culto a la Santísima Trinidad». El don del Espíritu Santo es visto como el que dirige a la Iglesia y a todos los fieles para alabar y confesar a la Trinidad.

Varios troparios del oficio contemplan a la Madre de Dios en el misterio de la Encarnación del Verbo de Dios, el cual tras su ascensión al cielo, sentado a la diestra del Padre, enviará a la Iglesia el don del Espíritu Santo: «Sin experimentar la corrupción has concebido y has prestado la carne al Verbo, artífice del universo, oh Madre que no conoce varón, oh Virgen Madre de Dios, receptáculo de aquél que no puede ser contenido, morada de tu inmenso creador: te glorificamos. Es justo cantar a la Virgen que engendra; ella sola, de hecho, ha llevado, oculto en sus propias entrañas, al Verbo que cura la naturaleza enferma de los mortales, y que ahora, sentado a la diestra paterna, ha enviado la gracia del Espíritu». Como puede verse, el texto hace uso de un audaz lenguaje cristológico - "le has prestado a la carne" - para hablar de la Encarnación.

Jesús promete el Espíritu Santo a los discípulos y, por esta razón, algunos textos ponen de relieve la estrecha relación que hay entre la Ascensión y Pentecostés: «Dijo la augusta y venerable boca: No sufriréis por mi ausencia, vosotros, mis amigos; de hecho, sentado junto al Padre en el trono excelso, derramaré la generosa gracia del Espíritu, para que resplandezca sobre aquellos que la desean. Ley inmutable, el Verbo veraz dona la paz a los corazones: así, llevado a buen término su obra, alegra a sus amigos el Cristo, otorgando el Espíritu como lo había prometido, con viento impetuoso y lenguas de fuego».

Pentecostés es cantado como un momento salvífico en contraposición a la dispersión de Babel: «El poder del Espíritu divino, con su advenimiento ha compuesto divinamente en una única armonía la lengua que un tiempo se había multiplicado en los que estaban unidos para un mal propósito; ella ha amaestrado a los creyentes en la ciencia de la Trinidad, por la cual hemos sido fortalecidos».

Finalmente, la Fiesta es celebrada como si de un momento bautismal se tratase. El don del Espíritu es, en efecto, iluminación para los apóstoles y para todos los cristianos: «Hizo elocuentes a los analfabetos que con una sola palabra hicieron callar los oráculos del error y con el fulgor del Espíritu sustrajeron un número incontable de pueblos de la profunda noche. Es el eterno esplendor del inmeso poder iluminador que procede de la luz ingénita aquél que ahora, a través del Hijo, de la esencia del Padre, con el rugir del fuego manifiesta su propio esplendor connatural a las gentes que están reunidas en Sión». Y el costado traspasado de Cristo se convierte en un bautismo y en un don del Espíritu Santo: «Mezclando la palabra con el divino lavatorio para la regeneración de mi naturaleza compuesta, tú lo derramas sobre mí como un río que se desborda de tu inmaculado costado traspasado, oh Verbo de Dios, confirmándolo con el ardor del Espíritu».

[Publicado por Manuel Nin en l’Osservatore Romano el 19 de Mayo de 2013;
traducción del original italiano: Salvador Aguilera López]