«El legado litúrgico de Benedicto XVI» (VIII)

Primera cuestión. ¿Qué es la sagrada Liturgia? Nos planteamos esta pregunta en orden a impedir se produzca en las celebraciones litúrgicas la banalidad o el acostumbrarse a la celebración, de tal modo que todo siga igual; además detrás de los diversos modos de concebir o de vivir la liturgia están siempre las diversas formas de pensar la Iglesia y de vivir la fe. Si “todo el rito de la religión cristiana procede del sacerdocio de Cristo” [1], la definición de la liturgia deberá plantearse en este contexto cristológico, y por ello pneumatológico y eclesiológico, como lo hace, por ejemplo, la constitución conciliar sobre la Liturgia, cuando dice: “Con fundamento, pues, se considera la liturgia el ejercicio del sacerdocio de Cristo, en el que por medio de signos sensibles se significa y de un modo apropiado a ellos se realiza la santificación del hombre y, de este modo, se actúa el culto público completo mediante el Cuerpo místico de Cristo, a saber, la cabeza y sus miembros” [2].
La liturgia en cuanto acto del sacerdocio de Cristo y de la Iglesia y respuesta de Dios es culto para Dios y gracia para el hombre, que son los aspectos ascendente y descendente de la acción litúrgica, cuya finalidad es la gloria de Dios, que implica la santificación del hombre. La liturgia, vivida también interiormente, es oración y devoción, y entonces nos disponemos para dar culto a Dios y acoger la gracia que Dios nos regala. El culto es el ejercicio de la virtud de la religión informada por la fe, la esperanza y la caridad. El culto es una acción contemplativa, donde lo principal no es lo que se hace, sino lo que se cree y es eficaz no por lo que se hace, sino por lo que se cree. Celebrar (lex orandi) es profesar la fe, de modo que se manifiesta la lex credendi y nos coloca en la lex vivendi, fuera de todo protagonismo humano.
La Misa no es sólo una comida entre amigos, reunidos para conmemorar la última cena del Señor mediante el hecho de compartir el pan. La Santa Misa es el sacrificio común que ofrece la Iglesia a Dios Padre, en la que el Señor reza con nosotros y por nosotros y a nosotros se nos da. Es la representación sacramental del sacrificio de Cristo. Hay hoy día una peligrosa tendencia a minimizar el carácter sacrificial de la Misa y a ocultar el misterio y lo sagrado con el pretexto de comprenderlo mejor. En fin, se percibe la tendencia a presentar la liturgia resaltando arbitrariamente el carácter comunitario, concediendo a la asamblea la capacidad de decidir sobre el modo de celebrar. Pero por otra parte, existe también alguna aversión a un racionalismo lleno de banalidad y de pragmatismo de ciertos liturgistas, en los niveles teórico o práctico, y se constata una vuelta al misterio, a la adoración y al carácter cósmico y escatológico de la liturgia.  
En relación con la fe profesada en la liturgia es preciso aludir a las traducciones litúrgicas. Es verdad, que celebrar en las lenguas vernáculas favorece en algún sentido la participación, pero el abandono total del latín favorece un provincialismo que oculta la universalidad de la Iglesia, sobre todo en comunidades lingüísticamente plurales, hoy frecuentes. Además, otro problema es la fidelidad al texto original en la transmisión de la fe. Las traducciones ya hechas muestran que no se trata de un peligro, sino a veces de una realidad. Es preciso estar atentos para no defraudar a las comunidades cristianas celebrando una liturgia falsa, debido a la forma expresiva o al contenido real. En este caso se pudiera hablar de superstición, porque en materia de religión el vicio consiste en no respetar el justo medio según las circunstancias debidas. De hecho, el culto divino que se hace al Dios verdadero pero de una forma indebida sería la primera forma de superstición [3].
No olvidemos tampoco lo que, por otra parte es evidente, que los cambios en la lex orandi influyen en las acentuaciones de la lex credendi. En este contexto es muy importante recordar el principio que nos ayuda a celebrar siempre con paz y devoción la liturgia, sean las formas y los textos que sean: en al fe lo decisivo es la intención, no las palabras, pues podemos encontrarnos con expresiones imperfectas de la fe de la Iglesia, que jamás cambia, aunque puedan cambiar los textos. Al respecto ofrecemos también la brillante frase de Santo Tomás de Aquino: “El acto del creyente no finaliza en la frase, sino en la realidad” [4]. Por otra parte, sabemos que “la autoridad del Papa no es ilimitada, pues está al servicio de la Santa Tradición” [5].

Pedro Fernández Rodríguez, OP



[1] S. TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae, III, 63, 3c.
[2] CONCILIO VATICANO II, Constitutio Sacrosanctum Concilium, n. 7: AAS 56 (1964) 101.
[3] Cf. S. TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae, II-II, 92.
[4] S. TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae, II-II, 1, 1 ad 2m.
[5] J. RATZINGER, Introduzione allo spirito della liturgia. San Paolo. Cinisello Balsamo 2001, p. 161.